Orquídeas blancas para Ono No Komachi.
© Clara Janés
Siguiendo la vía de la sugerencia, la vía de lo insinuado y que, por tanto, impulsa al descubrimiento más que lo que se nos muestra abiertamente, elige Paloma Navares el sutil medio de las flores –e incluso el más sutil aún de un solo pétalo- para comunicarnos un fondo de desgarrada protesta por la situación de la mujer. Las amapolas saltan a la vista con la intensidad del rojo: son flores funerarias, entre otras, por la muerte del héroe que atravesó las llamas y, acaso en estas obras, se trata de un réquiem permanente, puesto que las muertes y la violencia no tienen fin ni siquiera en nuestro entorno inmediato, cuanto menos en lugares donde la carencia educativa, la miseria y los instintos tribales, tan drásticos en sus reacciones, son inducidos por “inteligencias” ajenas –directa o indirectamente- con terribles finalidades, y capaces de infundir en los ejecutores la creencia de que una “verdad” rige sus actos.
Si la bárbara condena a lapidación de una mujer nigeriana por cometer adulterio se remonta a una tradición histórica milenaria –véase el caso de la mujer adúltera que se relata en la Biblia-, o acontece lo mismo con la ley islámica que prohíbe matar a una virgen y obliga, por tanto, a violarla previamente cuando ha sido sentenciada –tradiciones absolutamente injustificables-, no sucede así con el hecho de que a una muchacha, por haber sido violada, se la ahorque tras sufrir nuevas violaciones por parte de los que la juzgan, ni con un genocidio como el acontecido en 1994 en Ruanda. Dicho genocidio, durante el cual los hutu acabaron con la vida de ochocientos mil tutsi, entre ellos unas quinientas mil mujeres, duró cien días y todavía continúa. En aquellos actos brutales se usó la violación sistemática como arma de guerra. Su finalidad era contagiar el virus del sida y de otras enfermedades de transmisión sexual, de modo que las mujeres y sus posibles hijos acabaran todos por morir de forma cruel. El fin, pues, era claramente aniquilarlas y con ellas su descendencia, y, de este modo, su etnia.
La clave de todo esto es, y fue en su origen, nada menos que la capacidad de trasmitir la vida directamente –de cuerpo a cuerpo, diríamos- que tiene la mujer y no el hombre, lo cual hizo que él la retuviera a nivel de propiedad desde un comienzo para mantener la certeza del linaje. El hombre -cuyo corazón se transformaba en piedra movido por la incertidumbre-, ante la duda, no vaciló un instante en arrojar esta piedra contra la compañera. Y piedras, piedras-corazones o “piedras retenidas”, dedica la artista a las mujeres que corren ese riesgo. Son piedras de alargadas sombras que alcanzan incluso a las que, en apariencia, están fuera de amenaza. Pero no es así, la amenaza es universal.
Y ya planea en el aire la añoranza de la época prehistórica de los nidos arbóreos, cuando la especie humana no podía hacer otra cosa que andar, recoger bayas y, llegada la noche, subirse a los árboles para dormir. Dormir. No hay sueño posible ante un genocidio perverso como el de Ruanda, como no lo hay para el llevado a cabo en el campo de Ravensbrük, creado sólo para mujeres y niños, donde a millares –como en Auschwitz y Bergen-Belsen- sufrieron vejaciones y fueron sometidos a experimentos médicos antes de ser asesinados.
Y vuelve el color rojo. Hermosísimas rosas rojas prisioneras, como no, de sus propias espinas, recuerdan su sangre vertida y sus cuerpos y mentes torturados por encima del límite de lo soportable. Allí, en Ravensbrük precisamente, la vida fue campo de investigación, y acaso el mismo horizonte oscuro de la muerte, tan a la vista, pudo ser apaciguador. Hubo, en cambio, quien no vio el fin inminente: las niñas vendidas y esclavizadas, las mujeres secuestradas y sometidas por la violencia a servir sexualmente al hombre, como aquellas “mujeres de solaz”… Fueron nada menos unas dos mil, procedentes de Corea, Indonesia o Filipinas, las que durante la Segunda Guerra Mundial, recluidas y controladas por las fuerzas armadas, eran utilizadas por los soldados japoneses, para acabar, en gran parte, asesinadas. Las supervivientes no han recibido disculpa ni indemnización aunque lo que se hizo con ellas ha sido considerado equivalente a un crimen de lesa humanidad.
Pero las niñas… Algunas de las aldeas del sur del Himalaya, vendidas a edades entre los seis y los once años como prostitutas, acaban por morir inermes en Bombay antes de llegar a la flor de la edad. Fenecen, pues, como fenece, atrapada en el papel, la pura azalea de color rosa. Así lo expresa Paloma Navares, del mismo modo que representa a las desaparecidas en Ciudad Juarez como pétalos huérfanos, mientras es una blanca flor mutilada, a través de cuyo corte se observan sus órganos de reproducción, el símbolo de lo que sufren tantas niñas africanas: la ablación del clítoris. Ciertamente tampoco la flor se libera: hay que deshacer su integridad, hay que reprimir sus partes pudendas. Se diría una burka, esas petunias moradas y cegadas, con el cuello amputado. No hay que dejar que se vea todo, hay que ocultarlo, camuflarlo. Y tienen carácter de planto esas ristras de buganvillas que se ofrecen a las mujeres afganas. Ellas, las afganas, son entre las actuales, las más osadas: aún bajo todas las prohibiciones se atreven a expresar sus deseos sea cual sea el final que esto les acarree:
Dame la mano, amor mío, y partamos por los campos
para amarnos y caer juntos bajo las cuchilladas.
¿Y no es una forma de esclavitud el harén, ya sea el del Estambul otomano, el de Al-Andalus o el del Yemen actual? La niña preñada, que columpiándose, lanza una mirada aullante hacia la extranjera, o la que, con odio, la atisba desde detrás de la clausura obligada, a través de la celosía de un mirador en voladizo… También hay venta en estos casos, como en los casos –más suaves- de las geishas.
Envueltas en sugerentes pétalos de azalea, como insinuantes sedas, con sus modales impecables, nadie percibiría malestar en estas mujeres “entretenedoras” profesionales. Y, con todo, el sufrimiento está en el alma. La perfección y la armonía de sus gestos era y es su meta. Su cometido fundamental, llevar a cabo la ceremonia del té, aunque deben estar dispuestas a ofrecer servicios sexuales. Su cultura refinada incluye saber cantar, bailar y escribir poesía. Por su comedimiento y contención, no se adivina, entre los escritos por ellas, un poema como este:
El amor de hace un rato
y el humo del tabaco
poco a poco
sólo deja ceniza.
La geisha, como la cortesana china o coreana, aunque vivía casi como una esclava, tenía cierto margen de movimiento, incluso afectivo, y lo expresaba. Así una cortesana coreana, Yi Kyesaeng, también concida como Maech’Ang, escribía a finales del siglo XVI:
El huésped ebrio agarra el vestido de seda,
el vestido de seda se adecua a la mano que lo rasga.
No me importa el vestido,
lo que temo es el fin del amor.
La japonesa antigua usaba la escritura femenina, kana, que era silábica y se adecuaba a la lengua, y no los caracteres chinos, exclusivos del hombre. Gracias a esta restricción, la primera gran novela moderna de la historia la escribió una mujer en el siglo XI, Murasaki Shikibu: la extraordinaria Gengi Monogatari o Historia de Genji, que se ha comparado repetidamente con En busca del tiempo perdido, de Proust. Esto fue permitido y valorado. En China, en cambio, la “escritura de mujeres”, el nushu –insinuante y sexuado ibisco rojo para Paloma Navares- se llevaba a cabo en secreto. Era fonética y se transmitía de madres a hijas, y en ella se redactaban las “Cartas del tercer día”, canciones para entregar el tercer día de la boda, que luego debían quemarse a la hora de la muerte para acompañar a su receptora al otro mundo. La Revolución china acabó con este uso, pero también otros poemas escritos por mujer en Extremo Oriente debían ser quemados, y mucho antes de la muerte, para que no se conocieran y la familia no quedara desprestigiada. Así y todo, bastantes de ellos se han conservado, como, entre otras, la obra hermosísima de la china Li Quingzao (s.XII) y la de la japonesa Izumi Shikibu (s.XI).
Orquídeas blancas para Ono no Komachi (s.IX), para la esperanza de amor que anida en toda mujer –madre y amante-, lo que eleva a la enésima potencia su tragedia. El rojo queda lejos. El héroe ha vencido las llamas. Ono no Komachi ha recibido a su amante, el capitán Fukakusa, durante noventa y nueve noches. Llega la noche cien y él no aparece. Ella envejecerá esperándolo, su cuerpo, hecho para amar, enloquecerá de añoranza, y también su alma de poeta. Llegada a la ancianidad, según la obra Nô de Kan’ami, dijo –y podríamos hacerle coro a modo de suave lamento-:
Las ramas que recojo
son para hacer leña,
¡qué pena que no sean
para perfumar mis mangas!