La atmósfera como figura artística.
© Margarita Ledo Andión

La observadora, la persona que mira, o aquella otra que se pone a escribir porque Del alma herida existe, cada vez más se saben parte de una lazada frágil que vincula el objeto artístico y el modo de realización y de exhibición de ese objeto con el propio deseo de conocimiento

Pero no se trata de un deseo de conocimiento positivo, ni siquiera fenomenológico, atravesado por la intención de quien merodea alrededor de lo que una autora construyó; tampoco se trata de hacer genealogía, de buscar los puntos de inflexión en el discurso de lo femenino como parte de lo artístico, aunque en ocasiones la memoria nos lleve a la procura de determinadas señales con las que situar nuestro pasaje por el universo de las palabras y de las imágenes. Se trata más bien de saber cómo acceder a la expresión más personal, la de la autora, y a su ensayo de comunicación con la otra cara, con constelaciones literarias que dialogan con las propuestas de Italo Calvino para este milenio al percibir la función de la literatura como posibilidad de establecer comunicación entre lo diferente en tanto diferente, sin limar diferencias, destacando, exaltando las diferencias, que en eso consiste la vocación de la lengua escrita.

Lo cotidiano como espacio cultural, cierto cambio en los usos de la Biblioteca Pública de Zamora, el poema que ancha su frontera para incorporarse a la imagen de un libro de familia, el de la Navares, libro elaborado con ciertos materiales y por entre procedimientos técnicos contemporáneos, son elementos que identifican constantes con las que la autora hace sus juegos, sus variaciones, sus apuestas inciertas, la transferencia de sus miedos.

El rastro nos lleva a lo más seminal que brinda el Siglo XX, a la afinidad con el sistema de pensamiento de Benjamin, a cineastas como Bresson, a arquitectos como Barragán, a una posición en la que lo interior-el interior, esas cajitas, decide sobre lo exterior. La subjetividad, incluso en su máxima radicalidad y hasta llegar a la conciencia revolucionaria, interviene en la historia. Porque no podríamos adentrarnos en las propuestas de Paloma Navares quedándonos sólo en su biografía personal ni el lo femenino como determinación. Su trabajo es, también, resultado de otras grandes quiebras que apenas se dejan ver en las autoras que escogió como fábula, como criaturas, como motivo: el suicidio, entre otras formas de desaparición, de unas modelos que se llaman Alfonsina Storni o Virginia Wolf.

Desde el interior de las prácticas artísticas Paloma Navares se sitúa en la intersección de lo conceptual -ese trayecto del cuerpo, de la representación, a la mente, al interior- con lo surreal -esa intensidad del cuerpo en la mente, ese instante del ángel de la Historia-; su lugar corresponde al lugar del objeto amoroso que verbalizamos como objeto extraño, que nombramos apenas, que transferimos para su fragmento: -si es a mi a quien pertenece por qué le pertenece más a ella… va a decirnos el amante de todas las poesías en su estertor de celos.

Por eso ahora trato de no dejarme arrastrar hacia la conjunción de Werther y Barthes en torno a la verdad de la pasión: <>. Trato de no enroscarme en los Fragmentos de un discurso amoroso, la obra que Roland Barthes escribe desde la escritura de los otros y en la que aprendimos a apropiarnos de la obra artística como modo de manifestar nuestra capacidad propia de pasión. Si escribo desde Barthes, Paloma está entera en fragmentos del Werther y en ese dos interminable que es la pareja Freud-Kristeva, ahí donde ninguna melancolía es capaz de anular la lucidez de Storni cuando acusa la doble moral en lo masculino, cuando reclama la aculturación del macho a través de la vuelta a lo natural:

Tu me quieres casta…
Tu me quieres alba,
Me quieres espuma,
Me quieres de nácar
(…)

Alba, espuma, nácar… los aspectos visuales en la poética de Alfonsina Storni están también en esa performance única de su suicidio entrando en las aguas, forma mayor de confrontar la convención de la mujer casta que la sociedad vociferaba. Y no nos sentimos de modo diferente al leer el poema que al contemplar la forma plástica que adquieren las escrituras con Paloma Navares mientras el sentido de la vista se abre a la imagen plácida de un olor, al tacto frío de la varilla, al fuera de campo que crean el poema y la pieza para situarnos en la distancia justa y poder desgranar el tiempo de cada obra en esa cascada en suspensión o labrar el deseo de lo que todavía nos falta de su obra, esa madeja tenue que se alarga y que por sus soportes –foto, video, sonido…- sabemos contemporánea nuestra, por los escenarios la reconocemos como parte de una communitas , por sus obsesiones –la creación, la soledad, el amor, la identidad, la alteridad…- la incorporamos a una línea clara de autoras y de autores que echan mano del artificio para tratar de neutralizar lo que se nos anuncia como <> en nosotros mismos –de nuevo Freud/Kristeva- a través de lo ficcional. Con los cuentos de hadas, eso tan femenino, como ámbito dulce para la indulgente relación entre signo, imaginario y existencia real.

Existencia real de lo próximo, del espacio doméstico y, cómo no, de las flores, de lo extraño, de las constelaciones, del cuerpo. Paloma Navares y sus geografías hospitalares, sus tubos, sus líquidos, sus zumbidos reciclados a materia poética, a papelera de soledades. Natura y cultura indisociadas; el referente, lo simbólico y la fábrica de los sueños puesta, una y otra vez, a funcionar para entregarnos ciertos signos que nos dejan, en su impresión de rapidez y de fragilidad, la consciencia del encuentro –entre Paloma y sus poetas-, del cuerpo como movimiento perpetuo del ánima, de la escritura en el momento de su nacimiento, hace cinco mil años, en un país de arcilla sobre la que el triángulo puntiagudo cortado en una cánula simplifica y estandariza el trazo que nos ofrecieron los de la Baja Mesopotamia.

Cinco mil años de escritura son los trazos del texto de Paloma. Y la quiebra. El Siglo XX definitivamente fraccionado en dos cuando Paloma está naciendo y cuando otra artista plástica, Leonora Carrington, dejó escrito <>, su paso por el manicomio en la ciudad de Santander.

Como la obra de cualquier autora , la de Palomas Navares comienza por ser un acto de distinción, un acto de elección que trae consigo la obra de otras autoras desde y con las que va a configurar su expresión plástica y la calidad de una cierta atmósfera, ese modo particular de la expresión que sólo se produce en su paso hacia el ‘ello’, hacia la percepción. Un siglo partido a la mitad –y mucho se insiste en esta dicotomía de la obra de diferentes épocas de Paloma- que el pensamiento humanista de posguerra (Sartre) trata de corcoser. Un siglo que anuncia <>, para que una inglesita de diecinueve años se fugue a París con Max Ernst y asista al desmembramiento de lo que ven sus ojos hasta acabar en el manicomio. Leonora Carrington consigue, aún, llegar a Nueva York y, ya como amante dejada, alcanzar el circulo del exilio en México, el surrealismo y la salvación. Vuelve, la Carrington, a encontrarse con el Siglo, con el feminismo, con la esfera doméstica como alegoría de las práctica mágicas, como espacio de lujo para el acertijo, para las evocaciones mitológicas de su cultura periférica y celta, para la cocina y su alquimia como liberación. Y viene Paloma Navares con su mano llena de cantos rodados, con sus repertorios, sus imperdibles clasificatorios fundiéndose en la copa de cóctel como el hielo, con sus cataratas de luz, con el gesto más acabado y elegante de sus poetas al decir adiós. Y con todo lo que transporta en su bagaje nos hace contemplar esta propuesta, Del alma herida, como nos contemplamos justo en el inicio de cualquier idilio.

Porque en el idilio, que en arte situamos en el momento de la creación, de la idea, no existe la ausencia, ni siquiera la separación de lo anterior, mucho menos la pérdida. Porque en el idilio todo está, todavía, por llegar. La vida lo es porque se paraliza la flor del cerezo, los pensamientos, la hoja embalsamada de la amapola. Lo sublime se mueve con las alas de lo que aún no es -el haikú más movilizador, made in Dziga Vertov: dejémonos ir en las alas de la hipótesis- y todos los elementos se combinan para una fase diferente: el romance, donde ya aparecen el vínculo y la ausencia, cuando sobreviene la separación, el sufrimiento, la locura, el dolor… pero todo lo que nos trae consigo la separación tiene ida y vuelta. Hasta que entramos en las aguas, en el absoluto, en la melancolía, en la idea de abismo que nos dejó el Siglo. En la pérdida.

Para conjurarla, Paloma Navares hace tiempo que se nos va narrando del interior hacia ciertos objetos, hacia unos objetos que apenas enuncian lo que fueron en algún momento: la cánula hospitalaria, la palabra cánula como sinécdoque de tortura, la foto de una cánula, por ejemplo. Unos objetos que se abren desde la información que de su función y de su representación tiene quien observa, a su expresión simbólica, sin entrar en contradicción con significados lo suficientemente aleatorios para conjugarse con la experiencia y con la querencia de la persona que los contempla en pasmo, desvaneciendo ese instante de aliento vital en un vacuum poblado por lo que, algures, constituye nuestro imaginario de muerte: la pérdida. Es una de las fases más conocidas y comentadas de su propuesta. Pero en esta ocasión el objeto de la negación pasa a ser, tan sólo, un pequeño ruido ambiental. El giro lingüístico nos conduce a ligámenes con otros cuerpos autorales que tienen su territorio prendido al del dolor, y que traerían consigo una atmósfera irrespirable de hojas mortíferas, de anzuelos, de resinas si l’enfant sorcière no hubiese atraído, en un lucido tour de force, la alas del alma hacia la seducción que ejerce lo diáfano, la transparencia, el ambiente que nos acoge en los escenarios de la Biblioteca.

Porque la biblioteca pública acoge, une, disimula los pasajes, decora la frontera con su amalgama enciclopédica, está habituada al encuentro entre estructuras, entre sustantivos, entre propuestas azarosas como lo es, en este caso, ir a la biblioteca para ver y sentir el placer de tocar los contornos del poema, para pensar que pasamos la mano por una cabeza de metacrilato, para descubrir la biblioteca como uno de los ambientes más propicios para esta muestra que decidimos observar desde la atmósfera como figura expresiva insustituible en la práctica artística.

Es cierto que Paloma se rodea de cómplices que nos aproximan a su intención última de relatarse, de exponerse a los otros, de compartir lo desconocido con nosotros y desde el ángel de la historia que abandona, definitivamente, el hogar para hacerse artista sin dejar que se desdibuje su caudal de género, (lo femenino), de deseo, (la creación), de materia amatoria, (el aura de lo próximo-lejano), de silencio. Paloma se rodea de la Storni y la Wolf, entre otros y otras, se rodea con la materia frágil del imaginario que se construye descomponiendo las certezas del proceso histórico, y con sus dedos –el tacto, tan importante, la textura, la luz que se somete, la rendija por la que accedemos a lo maravilloso- teje un clima en el que reconocernos, con cosas explícitas que persisten a lo largo del tiempo en su función y en la repetición de su valor. Porque en toda obra el clima es lo más convencional, lo más reglado, lo que retorna al punto de partida al concluir el juego, el cuerpo que se abriga.

Y cada elemento nos prepara para envolvernos en la atmósfera expresiva que caracteriza la relación con las piezas de Paloma Navares y es en la consecución de determinada atmósfera donde se crea un universo de mediación tenue entre la autora, la obra y la persona que observa. Como la pantalla en la sala, como la sábana de percal en el lecho, como la hierba rasa dentro del Museo.

Entonces llega una estudiosa de la atmósfera fílmica, Inês Gil, y me traslada la duda en torno a los modos que esta pueda adquirir, al igual que Serres me ayudó a fijar la manera de encontrar ángeles en las cintas de transporte de los aeropuertos, por ejemplo. Y fue así como se tambaleó mi creencia en que la atmósfera era un ‘dejà vu’, una prenda rara pero accesible que dependía del autor, de su pericia en hacermela ver. Ahora sé que depende de la intensidad a que esté dispuesta en el acto de ver, que no es un resultado si no un operador en la construcción de lo que llamamos sensibilidad, que, en resumen, la atmósfera c’est moi –la fiction c’est moi, soltó Godard- implicándome con cada material, con la forma, el color, la luz en movimiento, el cuerpo, el dispositivo técnico que establecen lazos expresivos y comunicativos en la composición de cada pieza.

Los manuales hablan de clima emocional y queda la puerta abierta para cierto paladeo de una posibilidad de seducción, de dejarte llevar hacia las aguas en las que simbolizas ese deseo de trasparencia, del pequeño bolso que resbala, de tu inocencia laica. Porque las emociones se consienten, se perdonan, se comprenden siempre que conlleven una dosis de dolor, de culpa, de castigo, de autopunición. Pero Paloma no quiere la muerte y para enfrentarse a su <>, retoma exvotos, objetos dolorosos, espacios en los que se sobreimpresiona la memoria; Paloma Navares se recuenta en esa su dificultad de relación sensorial con aquello que naturalmente se nos da; recodifica textos; reúne el sujeto con su inmediatez gélida, con su desapego, con su extrañamiento, y quiere liberar la expresión mediante el artefacto, un artefacto que es también parte de los caminos que con la autora recorrerá la persona que observa. Paloma Navares cree en la capacidad cognitiva de la imaginación, retoma las teorías del cuerpo en la mente, nos allana el camino para insertarnos en su relato a través de la respuesta, de la cadencia que modula el vaivén del aliento, de la réplica, de apalpar lo apenas enunciado en esta a suerte de danza, de mise-en-scène, de componer con imágenes y con contenidos literarios ese enigma que transfiere para el objeto artístico la expresión y la comunicación como si estableciéramos un ámbito en eterno presente.

Tal vez porque la biblioteca pública es uno de esos lugares, de esas ágoras, a la que acudimos para cada encuentro, porque es el intersticio que andan y desandan los ángeles (sobre todo desde ‘Las alas del deseo’ de Wenders), tus territorios en tensión, Paloma, van a sentirse como pez en el agua dejando que pasen por su espejo traslúcido los códigos de color, la luz, el espacio latente que tientas en cada instalación, el vidrio.

Como es latente la ciudad de Compostela, desde la que te escribo, una de esas ciudades que sonsaca, que permanece boquiabierta, que hace circular boca a boca los mensajes más diversos, que está atenta a lo que aparece y desaparece, y donde –si sigo las enseñanzas de Michel Serres- encuentro con facilidad algunas clases de ángeles transformados en flujos, en silbo, en calor, en la luz de poniente o en la de Berenguela por entre la nieblina. Esta presencia latente se manifiesta en ciudades de clima variable, pasan a la velocidad del pensamiento, establecen conexiones, tienen grande tino para escoger sus escenarios: las escaleras, los artilugios de transporte, los estantes de las Bibliotecas… y cuando se hacen visibles, cuando dejan que los reconozcamos por las alas, asumen un rol bien definido y funcional: los ángeles con gafas de la iglesia de Tras Salomé, para advertir que Dios acepta que utilicemos gafas; los ángeles rechonchos y de cabello negro porque sustentan los altares; los querubines románticos de los Paraninfos y la Hora del Angelus, cuando se descansa para tomar las doce y para que el angel del comercio, la cofia alada de Mercurio entre por la ciudad.

La fiction c’est moi… .La atmósfera que me permite el goce de lo próximo fabulado a través de tu propuesta Del alma. Yo también estoy ordenando mis cajitas, Paloma; mi repertorio de sabores como el amargor de un dulce desconocido. Yo también me veo obligada a ordenar los rituales para encontrar la huella de la pérdida. Para tocar las quiebras que fueron haciendo de nosotras, otras. Y es en ese instante cuando la melancolía se transfiere hacia lo que, para entendernos, llamamos experiencia artística.

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Referencias:

Roland Barthes y sus <>, el Calvino de <> y siempre el de <>, Julia Kristeva en <>, los estudios de Inês Gil sobre <>, Susana Alberth en <<Surrealismo, alquimia y arte>>, Cipriano Jiménez y sus correos desgajando la diferencia entre el vínculo, la separación, la pérdida que aprendió desde John Bowlby. El placer del recuerdo de una mesa redonda que compartí en Barcelona con Paloma, en la que teníamos que hablar de Miguel Río Branco y en la que nos alargamos conversando sobre el cómo y el modo de narrarnos a nosotras mismas. Y claro, algunos de mis textos sobre Virginia Wolf, sobre el cuerpo, sobre la mujer en la comunicación.

Nota biográfica de la autora:

MLA rozó el ámbito de la relaciòn texto-imagen con la publicación de Linguas Mortas.Serial radiofónico, fotos de Anna Turbau, Sotelo Blanco, Barcelona 1989 y Barcelona entre chien et loup, para La fábrica del sur, Granada, 1990, con fotos de Joan Fontcuberta. Publicó narrativa, Mamá-Fe, hizo novelas, Porta Blindada, escribe sobre imagen documental fotográfica y cinematográfica: Documentfalismo fotográfico, Cátedra, Madrid, 1998; De cine ojo a Dogma95, Barcelona, Paidós, 2004; Cine de fotógrafos, Barcelona, GG, 2005, y realizó su primer largometraje documental, Santa Liberdade, Galicia/Portugal/Venezuela/Brasil, 2004. Participó en el film colectivo Hai que botalos!, llevó a cabo la producción ejecutiva de la película de cine militante CCCV y el autora del guión y la dirección del filme sobre el poeta Manuel María Fala e terra desta miña terra, Galicia, 2005. Es doctora en Ciencias de la Comunicación por la UAB y Catedrática de Comunicación Audiovisual de la USC.