En el jardín de Paloma Navares: Flores contra la anestesia.
© Marta Mantecón

“De los orígenes de la mujer hay que recordar, ante todo, que se sitúan en el paraíso. Mientras que el hombre fue formado en el polvo del desierto, la mujer nació bajo las flores y las plantas grasas del paraíso” 1 . Michel Tournier cuenta cómo las flores aparecen vinculadas a la mujer desde el principio de su existencia, situando en este origen mítico el punto de partida de su psicología y los rasgos de su carácter, a la vez que opone las ideas de hombre y mujer como primeros conceptos-clave de nuestro pensamiento que, enfrentados como en un espejo, se vuelven transparentes y manifiestan su esencia.

A lo largo de la historia, la mujer ha sido definida, siempre en referencia al hombre, como un producto cultural construido socialmente 2 . Durante la segunda mitad del siglo XX y especialmente a partir de los setenta, aparece una nueva generación de creadoras que van a ejercer la práctica artística desde la perspectiva del sujeto, analizando su propia identidad y cuestionando la vieja tradición que había convertido a la mujer en un objeto de contemplación absolutamente pasivo, para ofrecer un punto de vista “otro” que traía consigo la deconstrucción del sistema androcéntrico dominante. Uno de los cauces a seguir fue la apropiación de la naturaleza como imagen alternativa de lo femenino, anterior a cualquier construcción social, haciendo visibles una serie de aspectos que se habían mantenido en la oscuridad durante siglos. La relación iconográfica entre la mujer y el medio natural ya existía desde mucho tiempo atrás, pero cambió de manera sustancial la manera de enfocar dicho vínculo –que dejó de ser excluyente para convertirse en privilegiado– y de materializarlo en la práctica artística.

Símbolos de belleza, de lo femenino y de la sensibilidad, pero también de la fugacidad de las cosas y de lo efímero de la existencia, las flores han acompañado al ser humano en los acontecimientos más señalados de su vida y muy especialmente en los ritos de su muerte. Juan Eduardo Cirlot 3 apunta también que, “por su forma, la flor es una imagen del centro y, por consiguiente, una imagen arquetípica del alma”. Resulta significativo en este sentido que Paloma Navares haya reunido su trabajo más reciente bajo el epígrafe Del alma herida 4, en el que incluye un conjunto de obras de la presente serie.

“Flores de mi jardín” se compone de fragmentos fotográficos de flores y de plantas de llamativos colores que, convertidos en creaciones autógrafas, soportes de otras voces, se encuentran iluminados por una serie de pensamientos que tienen que ver con aquellos hombres y mujeres que, a través de la escritura, han contribuido a formar el mundo interior de la artista.

La obra de Paloma Navares es una prolongación de su vida, de sus sentidos y emociones; un trabajo que gira alrededor de las mismas cuestiones, que entra y sale de sus distintas etapas, profundizando y añadiendo extensiones que enriquecen su poética, su potencial simbólico y sus connotaciones.

La relación con la naturaleza, la reivindicación de lo híbrido, la valoración del fragmento, la transparencia, la levedad o su interés por sugerir lo doméstico, son parte de ese discurso feminista y femenino que la artista ha sostenido a lo largo de las últimas tres décadas. Su trabajo plástico posee un extraordinario potencial para evocar y generar ambivalencias e, igual que Michel Tournier, ofrece sus propias categorías binarias: entre la belleza y el dolor, la materia y el pensamiento, la superficie y la profundidad, lo visible y lo invisible, lo íntimo y lo social, la realidad y la ficción, la percepción y la memoria.

Las flores de Paloma Navares constituyen poderosas metáforas que encierran cuestiones relacionadas con la mujer, el alma, la vida y la muerte; pero su manera de disponerlas en el espacio nos desvela otras parcelas de significado más sutiles. La condición fraccionaria y frágil (la vulnerabilidad) de estas imágenes se intensifica en sus esculturas, en las cuales la fotografía se tridimensionaliza y exterritorializa, formando una serie de collares y cortinas en forma de cascada. Cada pieza se articula a partir de múltiples secciones (la propia noción de fragmento implica ruptura, escisión, mutilación) de flores plastificadas, aprisionadas en metacrilato (la soledad), frontera transparente que las convierte en objetos visibles pero inaprensibles (el deseo). Estos pequeños fragmentos actúan como los retazos que componen nuestra memoria, remitiéndonos a la superposición de ideas que conforma nuestro aprendizaje intelectual. Las cascadas de flores se encuentran suspendidas de unas varillas metálicas revestidas por unas cánulas como las que se utilizan habitualmente en los hospitales (la enfermedad, el dolor). Por otro lado, la aplicación de útiles de pesca como elemento de unión sugiere el acto de coser, tan ligado a ese viejo rol social desempeñado por la mujer en el contexto del hogar, enlazando pues con las mitologías domésticas (la intimidad), si bien los estereotipos son ahora subvertidos. Los anzuelos constituyen un artilugio hiriente (la violencia) que produce una experiencia dolorosa, pero este componente dañino es aplacado por el sentido ornamental que poseen las bolitas giratorias, que guardan cierto parecido con los abalorios que se suelen emplear como adorno (la belleza, el artificio). De otra parte, la ligereza de las flores y el carácter aéreo de estos collares y cortinas colgantes, introduce la noción de levedad, algo inherente a la existencia y condición humanas.

Tanto en las fotografías como en las esculturas, los títulos connotan la importancia de lo perceptivo, ya que los colores están presentes en cada uno de los epígrafes, actuando sobre nuestras emociones y nuestra psique. Los sentidos siempre han tenido una presencia medular en la obra de Paloma Navares, sólo que aquellos fragmentos corporales de órganos sensibles que encontrábamos en series precedentes –muchas veces “apropiados” de representaciones femeninas de obras maestras de la historia del arte occidental con los que ponía en entredicho algunos tópicos ligados a la visualidad de la mujer– aquí se han transformado en flores como las que habitan su propio jardín.

La intensidad de los colores y el deslumbramiento que produce su contemplación no debe confundirnos: en su belleza hay algo disonante, porque llevan inscrito el dolor. Tras un primer acercamiento puramente sensible, requieren una aproximación, un contacto que implica un movimiento corporal, no sólo intelectual. En la superficie de sus pétalos y nervaduras advertimos una serie de textos caligrafiados, grafismos y dibujos que –en línea con su trabajo anterior de “Cantos rodados”– proceden del universo de una serie poetas, novelistas, ensayistas y pensadores que ha leído y la han cautivado a través de su mundo literario o de sus propias biografías. Así, el caudal lumínico, que constituye un elemento sustancial en su trabajo, emana desde dentro hacia fuera y de alguna manera se conceptualiza, puesto que proviene de los pensamientos de estos escritores marcados por una existencia breve a causa de la enfermedad, el asesinato y, las más veces, el suicidio.

Paloma Navares nos sitúa frente a estos hombres y mujeres de profunda sensibilidad, que supieron mirar hacia dentro –con el consiguiente aislamiento e incomunicación–, para quienes la escritura desempeñaba una función catártica, un ejercicio letal, hasta tal punto que murieron de decir 5 en un mundo que ya no reconocían como propio, de testimoniar la existencia como un afuera complejo y terrible que les llevó, en la mayor parte de los casos, a optar por el silencio. La melancolía, el amor, la angustia, el desasosiego, las emociones frustradas, el sufrimiento, las ansias de libertad, la pasión, el desencantamiento vital y, en ocasiones, la locura, fueron el denominador común de estas vidas paralelas. Entre las brácteas de las buganvillas de amarillo cadmio encontramos palabras, signos e imágenes que nos trasladan al mundo poético de Federico García Lorca (Fuente Vaqueros, Granada, 1898), asesinado en Víznar en 1936, un mes después del alzamiento militar que inauguraba la Guerra Civil española. Los testimonios de Alejandra Pizarnik (Argentina, 1936), muerta por sobredosis de seconal sódico en 1972, Sylvia Plath (Estados Unidos, 1932), que se suicidaba en 1963 abriendo la llave del gas e introduciendo la cabeza en el horno, y Anne Sexton (Estados Unidos, 1928), que se quitaba la vida en 1974 por inhalación de monóxido de carbono en su coche, son recordados entre tallos y nervaduras de buganvillas fucsias y blancas. El bosque de forsythias amarillas apela a la memoria de Ryunosuke Akutagawa (Japón, 1892), que vivió el último año de su vida a oscuras en una habitación y moría por sobredosis de veronal en 1927. Un collar de flores de pruno sirve de ofrenda a Yukio Mishima (Japón, 1925), que se suicidaba en 1970 según el rito samurai del hara-kiri. Las buganvillas rojas evocan, como no podía ser de otro modo, el amor y la pasión, a través del escritor de origen judío Stefan Zweig (Austria, 1881) y su mujer, que ponían fin a su exilio tras ingerir una sobredosis de veronal en 1942, el poeta Kostas Karyotakis (Grecia, 1896), que se pegaba un tiro en 1928 –un día después de haber intentado ahogarse en el mar– y la que fuera su amante, María Poliduri (Grecia, 1902), que moría dos años más tarde, con apenas veintiocho años de edad. Finalmente, una hermosa cascada de flores invoca los pensamientos de Sara Kofman (Francia, 1934), que desaparecía en el año 1994, y Emily Dickinson (Estados Unidos, 1830) quien, siempre vestida de blanco, vivió voluntariamente recluida durante más de veinte años en su casa de Amherst, donde fallecía por enfermedad en 1886.

La retórica de la imagen ha desempeñado un papel fundamental en la dormición de nuestros sentidos a lo largo de la modernidad. La alienación sensorial ya fue sacada a la luz por Walter Benjamin cuando advertía de la estetización de la política en que se estaban sumiendo los nuevos tiempos 6 . Susan Buck-Morss, estudiosa de la obra del célebre filósofo y ensayista alemán 7, publicaba en 1993 un lúcido e interesantísimo ensayo en el que analiza cómo la estética se ha ido transformando en anestésica 8.

La profesora norteamericana define la estética como “una forma de cognición a la que se llega por medio del gusto, el tacto, el oído, la vista, el olfato –todo el sensorio corporal”. Igual que Benjamin, sostiene que nuestros sentidos pueden llegar a ser civilizables, pero se resisten a la domesticación cultural porque “su propósito inmediato es servir a las necesidades instintivas”. El ojo es el cristal más o menos opaco a través del cual percibimos la realidad utilizando uno de nuestros cinco sentidos; sin embargo, el potencial se encuentra asimismo en el resto de nuestro cuerpo y en la mente, que nos permite intuir además olores, sabores, sonidos y sensaciones táctiles. La percepción no testimonia la realidad, sino que la reinventa, la difumina y la altera según nuestra experiencia y memoria. Los sentidos son parte del aparato nervioso, que conecta el mundo exterior con el interior. Es lo que Buck-Morss define como modelo sinestésico: “un sistema donde las percepciones sensoriales externas se reúnen con las imágenes internas de la memoria y la anticipación”.

La vida moderna ha producido un cambio significativo en la estética a través de la experiencia del shock. El exceso de estímulos externos ha provocado que la conciencia se convierta en un escudo protector del organismo que obstruye nuestro sistema sinestésico; de ahí que el hombre tienda a ser autogenético y, por tanto, renuncie a los sentidos. Además, la sensibilidad propia de este periodo histórico concibe el sufrimiento como un error, un accidente o un crimen; es algo que hace sentir indefenso al ser humano y, por tanto, debe ser reparado o directamente rechazado 9, y los sentidos se engañan mediante la manipulación técnica (lo que Buck-Morss llama “fantasmagoría”). La experiencia traumática de las grandes guerras y conflictos internacionales y, más recientemente, la avalancha de imágenes que nos rodea han producido la alienación 10 de nuestros sentidos. La imposición de fantasmagorías o visiones narcóticas, al inundar nuestro aparato sensorial, provocan que la capacidad perceptiva y reactiva se bloquee, dando lugar a una “segunda conciencia” que nos mantiene al margen del dolor o de cualquier situación traumática, demoliendo nuestra experiencia e imaginación y pulverizando nuestro sentido de lo real. En consecuencia, el sistema sinestésico se ha acabado convirtiendo en anestésico, esto es, privado de sensibilidad; de tal manera que es mucho más fácil operar sobre una sociedad anestesiada que sobre cada uno de los individuos que la integran, de la misma forma que cuesta mucho menos mirar un conjunto que detenerse en cada una de sus partes 11.

Benjamin abogaba por restaurar el poder instintivo de los sentidos, sin tener por ello que renunciar a las nuevas tecnologías. Sin duda el arte puede liberarnos de la alienación sensorial y Paloma Navares lo hace invitándonos a entrar en su jardín –real e imaginario–, reconvirtiendo lo anestésico de nuevo en sinestésico. La artista reivindica el fragmento –renuncia, en consecuencia, a cualquier visión unitaria–, e interviene en él indagando en los bordes de la existencia y ejerciendo una mirada hacia dentro. Se aleja de una estética de la superficie, de la apariencia, para privilegiar el contenido: lo bello cede su cetro a lo profundo. Las flores en estado de crisálida, atrapadas en su medio transparente, heridas como están por los pensamientos de aquellos autores que se dejaron la vida en su obra literaria, nos remiten a una ontología del dolor que nos hace recurrir a nuestra memoria para luchar contra la anosmia y percibir su olor, para imaginar sus cualidades táctiles, para librarnos de la amnesia porque, como apuntaba Susan Sontang, recordar es una acción ética que dolorosamente constituye la única relación que podemos sostener con los muertos 12.

Sus ofrendas de flores fragmentadas, mensajes cautivos, retratos o huellas de ausencias, nos ofrecen la posibilidad de mirar más profundamente, reintegrar la percepción a nuestra propia naturaleza y conectar los sentidos con nuestro mundo interior, allí donde residen la capacidad de ensoñación y las emociones más recónditas de nuestro ser.

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1. TOURNIER, Michel: El espejo de las ideas, El Acantilado, Barcelona, 2000, pp. 13-15. Este enunciado es parte del primer capítulo de este original ensayo en el que el escritor francés utiliza la metáfora del espejo para distinguir una serie de categorías de pensamiento, siguiendo un procedimiento binario en el que cada concepto posee un contrario con el cual se complementa, desde lo más particular (el hombre y la mujer) hasta lo más universal (el ser y la nada).

2. Simone de Beauvoir fue una de las pensadoras que puso de manifiesto esta situación cuando en 1949 escribió “Le deuxième sexe”, obra clave del pensamiento feminista. BEAUVOIR, Simone de: El segundo sexo, Cátedra, Madrid, 2005.

3. CIRLOT, Juan Eduardo: Diccionario de símbolos, Siruela, Barcelona, 2004.

4. Del alma herida se encuentra integrada de una selección multidisciplinar de obras realizadas por Paloma Navares entre 1991 y 2006: “Palabras cautivas, Transparencias”, “Cunas de agua, Casas de cristal”, “Cantos rodados, Viaje a la memoria” y “Pensamientos, Flores de mi jardín”. La exposición inició su itinerancia en la Biblioteca Pública del Estado en Zamora para viajar posteriormente a Toulouse (Instituto Cervantes, Université de Toulouse-Le Mirail y Château Musée du Cayla), Madrid (Galería Estiarte) y Roma (Instituto Cervantes). El catálogo se encuentra digitalizado en: www.navares.com/delalmaherida.pdf

5. ROSENBLUM, Raquel: “¿Se puede morir de decir?”, en “Dolor social”, Revista Psicoanálisis, Vol. 24, nº 1-2, 2002, pp. 147-176. Publicado originalmente en Revue française de Psychanalyse, Vol. 64, nº 1, 2000, pp. 113-137.

6. Walter Benjamin explicaba que nuestra percepción sensorial se encuentra condicionada no sólo natural, sino también históricamente. Así, la estetización de la política favorece el adoctrinamiento de las masas: “La humanidad se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma. Su autoalineación ha alcanzado un grado que le permite vivir su propia destrucción como un goce estético de primer orden”. Ver BENJAMIN, Walter: “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, en Discursos interrumpidos, Taurus, Madrid, 1973, pp. 23-24, 53-57.

7. Paradójicamente –e igual que los autores a quienes Paloma Navares recuerda con sus flores– Walter Benjamin (Berlín, 1892) se quitaba la vida en un hotel de Port-Bou en el año 1940, cuando intentaba franquear la frontera hispano-francesa en su huída de los nazis.

8. BUCK-MORSS, Susan: “Estética y anestésica. Una revisión del ensayo de Walter Benjamin sobre la obra de arte”. La Balsa de la Medusa, no 25, Madrid, 1993, pp. 55-98.

9. SONTANG, Susan: Ante el dolor de los demás, Punto de lectura, Barcelona, 2004, pág. 113.

10. Entendiendo ésta como una exclusión interna del sujeto quele deja sin capacidad de acción o, según la definición de la R.A.E.,como un estado mental caracterizado por una pérdida de sentimiento de la propia identidad.

11. Curiosamente “la anestésica se convirtió en una técnica elabo-rada en la última parte del siglo XIX”, coincidiendo con el desarrollo de la modernidad. BUCK-MORSS, Susan: Op. Cit., pp. 72-76.

12. SONTANG, Susan: Op. Cit., pág. 132.

Ser pájaro. Devenir vuelo
© Marta Mantecón

Disponible en el catálogo de la exposición «El vuelo. 1978-2018», en castellano e inglés, que se puede obtener en la sala de exposiciones La Lonja de Zaragoza y próximamente en el MUSAC de León.